Nuestro Padre confiable

Mi hijo Xavier, que mide casi 1,90 de altura, levantó fácilmente en el aire a su hijito, Xarian, que se reía nervioso. Aseguró en la palma de su gran mano los pequeños pies de su hijo, extendió su largo brazo y lo alentó a equilibrarse solo, pero manteniendo su mano libre lista para agarrarlo si era necesario. Xarian se paró con las piernas extendidas. Con una sonrisa amplia y los brazos colgando al costado, miraba fijo a su padre.

Dios usa nuestras historias

Abrí mi caja de los recuerdos y saqué un pequeño broche del tamaño y forma exactos del pie de un bebé de diez semanas que no había nacido. Acariciando los diez deditos, recordé la pérdida de mi primer embarazo. Me dolía saber que los pies de mi bebé eran tan reales como el corazón que una vez latió en mi vientre. Di gracias a Dios por sacarme de la depresión y usar mi historia para consolar a otros que lamentaban la pérdida de un hijo. Más de dos décadas después, mi esposo y yo llamamos a la bebé Kai, que significa «regocijo». Aunque todavía me duele, puedo ayudar a otros con lo que experimenté.

Dios nos oye

El niño llamó al número de emergencias. El operador del 911 atendió. «Necesito ayuda —dijo el muchachito—, tengo que hacer restas». La operadora procedió a ayudarlo, hasta que oyó que una mujer entraba en el cuarto y decía: «Juani, ¿qué estás haciendo?». Él le explicó que no podía resolver su tarea de matemáticas, así que hizo exactamente lo que su mamá le había enseñado para cuando necesitara ayuda. Y llamó al 911. Para Juani, su necesidad en ese momento era una emergencia. Para el compasivo oyente, ayudar al niño con su tarea fue la prioridad.

Parecerse más a Jesús

Dios diseñó el gran búho gris como un maestro del camuflaje. Sus plumas plateadas tienen un patrón de colores que le permite parecerse a la corteza cuando está posado en los árboles. Cuando no quiere que lo vean, se esconde a plena vista, combinándose con el entorno mediante la ayuda de su camuflaje plumoso.

Amor en acción

Hacía más de cinco años que la madre soltera vivía al lado de un señor mayor. Un día, preocupado por ella, él llamó a la puerta. «No la he visto por alrededor de una semana —le dijo—. Solo quería saber que estuviera bien». Esa «verificación de bienestar» la alentó. Al haber perdido a su padre cuando era pequeña, valoró que el amable hombre estuviera atento a ella y su familia.

Un paréntesis significativo

Mientras me preparaba para la reunión de recordación de la vida de mi mamá, oré por las palabras correctas para describir sus «años paréntesis»: aquellos entre su nacimiento y su muerte. Reflexioné en los años buenos y no tan buenos en nuestra relación. Alabé a Dios por el día en que aceptó a Jesús como Salvador. Agradecí al Señor por ayudarnos a crecer juntas en la fe y por aquellos que me contaron cómo ella los había alentado con su bondad y orado por ellos. Mi mamá imperfecta había disfrutado de un paréntesis significativo: una vida bien vivida para Jesús.

Regalo transformador de Dios

Saludé a nuestro grupo de jóvenes mientras repartíamos Biblias con mi esposo. Dije: «Dios usará estos preciosos regalos para transformar sus vidas». Esa tarde, algunos se comprometieron a leer juntos el Evangelio de Juan. Seguimos invitándolos a leer las Escrituras en casa, mientras les enseñábamos durante nuestras reuniones semanales. Más de una década después, vi a una de las alumnas, que dijo: «Todavía uso la Biblia que me regalaron». Su vida llena de fe era evidente.

Cada momento cuenta

Cuando el Titanic golpeó un iceberg en abril de 1912, el pastor John Harper se aseguró de que su hija de seis años tuviera lugar en uno de los pocos botes salvavidas. Le dio su chaleco salvavidas a otro pasajero y les habló del evangelio a todos los que querían escuchar. Mientras el barco se hundía, nadaba de una persona a otra y decía: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo» (Hechos 16:31).

Obediencia por amor

Durante nuestra boda, nuestro pastor me dijo: «¿Prometes amar, honrar y obedecer a tu esposo hasta que la muerte los separe?». Mirando a mi esposo, susurré: «¿Obedecer?». Habíamos construido nuestra relación sobre el amor y el respeto; no la obediencia ciega, como parecían sugerir los votos. Mi suegro filmó ese momento sorpresivo en que procesé la palabra obedecer y dije: «Sí».

No se puede amar más que Dios

Cuando mi hijo Xavier estaba en jardín de infantes, extendió ampliamente los brazos y dijo: «Te amo así de grande». Yo extendí mis brazos aún más y dije: «Yo te amo así de grande». Con los puños en la cintura, dijo: «Yo te amé primero». Sacudí la cabeza y dije: «Yo te amé cuando Dios te puso en mi panza». Xavier abrió grande los ojos… «Ganaste». «Los dos ganamos —dije—, porque Jesús nos amó primero a ambos».